Sistema de salud: el precio de la libertad
Tomás Sánchez V. Autor de “Public Inc”, Investigador Asociado, Horizontal
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Tomás Sánchez V.
Ser rehén no es lo mío. Pero cuando se está cubierto por un seguro de salud privado sin una red de protección de salud pública adicional, se está en esa situación. Si un familiar recibe la horrorosa noticia de una enfermedad crónica, su compañero forzoso de por vida será su seguro de salud actual. A menos que quiera probar suerte, y en ese caso, la travesía por el mercado puede sentirse como una por el desierto. Una libertad que termina mal.
Como en todo mercado, compradores y vendedores son libres de hacer negocios con quién y como quieran. Una aseguradora tiene el legítimo derecho no querer venderle una póliza a un cliente muy riesgoso, o bien, ofrecerle un precio elevado para compensar el riesgo. El problema en salud es que es un mercado tan imperfecto, que difícilmente cumple con las condiciones para ser llamado mercado, y además, fragmentar el pool de riesgo perjudica a todos.
“En salud, más allá de todas las libertades a definir -en términos de dónde o con quién atenderse, o con qué coberturas adicionales-, necesitamos un mecanismo donde todos estemos en el mismo pool de riesgo, tal como Australia o Corea del Sur”.
Un mercado esencial como la alimentación funciona porque no hay grandes asimetrías de información, y el poder negociador es horizontal. Cualquier consumidor puede distinguir cuando el pan está duro y cambiarse de panadería, alineando los incentivos de todos y demostrando las virtudes del mercado. En salud no ocurre lo mismo. Un ciudadano promedio, que busca saber si su plan de salud es el adecuado y si el diagnóstico médico es el correcto, tiene limitaciones materiales innegables. A su vez, el costo de transacción de cambiarse de plan o médico es altísimo, incluso mortal. Y en caso de preexistencias o enfermedad, el poder negociador es nulo.
Por otro lado, todo buen seguro necesita un pool de riesgo balanceado para ser eficiente económicamente. Pero, el sistema de salud chileno hace lo contrario: separa de facto el pool de bajo riesgo (clase alta en Isapres) y otro de alto riesgo (clase media y baja en Fonasa). Incluso para quienes son de bajo riesgo el sistema es perjudicial, dado que en última instancia los terminará secuestrando, y si escapan, irán a un sistema disfuncional de alto riesgo, al que nunca aportaron, pero que “injustamente” no se les puede negar.
Nuestro sistema de salud nos cuesta más que el 7% que pensamos. Las Isapres en promedio cobran el 10%, y Fonasa financia el 70% de su presupuesto con impuestos. Aun así, Chile tiene una excelente relación en gastos en salud, tanto per capita (US$ 2.600) como sobre PIB (9,3%), con respecto a su expectativa de vida (81 años) y población cubierta (cercana al 100%), considerando que sólo el 18% está cubierto privadamente, y el 50% de las prestaciones otorgadas por privados es para beneficiarios de Fonasa. Un claro contrapunto con un sistema más “libre” como el de EEUU, con récords en la dirección contraria: US$ 12.300 en gasto per cápita y 16,8% sobre PIB, con 77 años de expectativa de vida y 91% de la población cubierta.
Este dilema esconde una pregunta esencial: ¿Somos o no somos compatriotas? En buena medida, ser un país es ser una unidad de supervivencia: un arreglo político en el que compartimos más riesgos entre compatriotas que con otros países. En desastres naturales, crisis financieras o frente a la delincuencia, nos arreglamos entre nosotros. Compartir el riesgo de enfermarnos o tener un accidente es mejor para todos. Más allá de todas las libertades a definir -en términos de dónde o con quién atenderse, o sobre coberturas adicionales-, necesitamos un mecanismo donde todos estemos en el mismo pool de riesgo, como Australia o Corea del Sur.
De lo contrario, pagaremos caro la libertad de un sistema segregado.